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Mi primer libro de María Zambrano Un día de Abril del año 1992 caminaba por las Ramblas mirando los abarrotados puestos de libros del día de Sant Jordi. Y entre todos ellos, me llamó la atención un título. Acerqué mi mano, me quedé mirando la portada. Leí:
Estas dos frases, que tal vez en otro momento no me hubieran llamado la atención, ese día me produjeron una leve sacudida. Lo compré sin saber nada acerca de su autora ni del contenido del libro, ni si era un ensayo, una novela... Lo quería tener conmigo inmediatamente. Llegué a casa y seguí leyendo. No entendía todo lo que leía pero me emocionaba. Decidí entregarme a esa lectura que me hacía pensar y a la vez, sentir. Igual que siento la poesía aunque a veces no la entienda. Lo dediqué y lo dejé sobre la mesa, a la espera. A mí, me llegaría una rosa. |
Empecé a preguntar a algunos de mis amigos lectores si conocían a la autora. La respuesta era: no... me suena pero no la he leído. Seguí leyendo mi primer libro de María Zambrano entre la fascinación y la necesidad de encontrar en él la manera de acceder a algo divino que me calmara. Necesitaba creer.
Necesitaba creer, alcanzar otra dimensión y lo necesitaba de una manera íntima, personal. ¿Cómo y dónde hablar de esa necesidad sin que produzca risa, burla? ¿Dónde contrastar y cuestionar lo que esta lectura estaba despertando en mí? No recuerdo estar pasando por ningún periodo de crisis de fe. Tal vez la crisis era la falta de fe. Me había vuelto, casi sin darme cuenta, cada vez más escéptica hacia todo lo que no fuera argumentable a través de la razón. Esa escisión antes no experimentada, era, me doy cuenta ahora, lo que me producía desazón. Una desazón que aparentemente no tenía razón de ser. La lectura de El hombre y lo divino me hizo reflexionar sobre muchas cosas. Recordé un tiempo de mi vida en el que mantuve una disciplina budista. Entonces, tampoco pude hablar de ello. Cuando lo comentaba la respuesta estaba siempre relacionada con el temor de que me metiera en una secta, de estar delirando, de ser rara... Mejor callar. Fui durante uno o dos años a meditar al centro budista porque los ejercicios, los cantos, la palabra de la maestra budista me hacían sentirme en paz. Lo dejé en cuanto, y también me doy cuenta ahora, sentí la falta de unidad, el predominio de una obediencia basada sólo en la fe empezó a producirme la misma desazón que me producía la falta de fe. En cuanto cuestioné ciertas actitudes, comentarios, como la desmedida adoración a todo cuanto decía y hacía la maestra, fui casi sancionada, apartada. Las respuestas que me daban eran siempre basadas en la fe: “Al maestro no se le cuestiona” “La vía de la razón no te dará la respuesta” “El maestro es sabio” Sentí el peligro y me fui. Necesitaba razonar, argumentar, con una razón como propone María Zambrano, más “ancha” si fuera preciso. La imposibilidad de razonar me produjo la misma asfixia que años antes me había producido la falta de fe. La carencia de dios o de dioses. La búsqueda de la unión, de la unidad entre lo divino y la luz de la razón en el pensamiento de María Zambrano es lo que estaba buscando. Unir lo desconocido con lo conocido. La seguía leyendo y sus palabras empezaron a tener el sonido de un rezo, un canto, un arrullo. Un día, el libro pasó a quedar en la estantería y me olvidé de él. Muy de vez en cuando lo hojeaba y volvía a leerlo en voz alta y su lectura me regalaba, de nuevo, un mirar allá donde aún no había mirado. O el poner una nueva mirada en las cosas que hacía. Cinco años después, paseando por el gótico, encontré una librería: Pròleg, entré y mi sorpresa fue ver un libro de María Zambrano en uno de los primeros estantes. Lo cogí, lo toqué. Miré a la librera y sonreí.
Sentí la suerte de encontrarla de nuevo. Vi, en la solapa del libro, la foto de una mujer anciana que nació en Vélez-Málaga el 22 de Abril de 1904. La foto me conmovió. El mes de su nacimiento también. Yo nací en Abril, como mis hermanos, como Duras, como Zambrano, como los meses en que encuentro sus libros. Como el mes de la República. Como la primavera. Como este cercano Sant Jordi del 2006 en el que me encuentro inmersa en todos los libros que me ha dado tiempo a leer de María Zambrano. En este mes en que aún asisto a tus clases y he leído a Ortega y Gasset y lo he vuelto a relacionar todo, las palabras de Gasset, las de Zambrano, las de Unamuno, las de Machado, las de Valente... Después, seguí buscando sus libros, conociendo su vida, entendiendo cada vez un poco más; fui a algunas clases de filosofía en las que hablaban de ella y volví a olvidarme y a buscarla y a dejarla entre mis libros. Y ahora, muchos años después, a partir de tus palabras en estas clases de los martes y los jueves, vuelvo a pensar en ella y quiero agradecerte los libros que me has recomendado, porque a partir de La Confesión como género literario, entiendo mucho mejor parte de su pensamiento y de su razón poética. Y es otra vez Abril y aún es primavera. Me doy cuenta, con alegría, de que el primer libro que compré: El hombre y lo divino, podría muy bien ser el título que representa la totalidad de su obra. Ese ser que ella dice que ha de darse a la luz, a la visión, es un pensamiento constante en toda su trayectoria.
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