Al hermeneuta no se le escapa que lleva muchos días, tal vez
años, en la calma chicha de un mar que su mirada no abarca.
Extrañamente, sus ojos ya no se detienen en otro punto que
no sea ese fluir continuo, sordo e intercambiable. El mar no es más
que un signo de sí mismo.
Es por eso que al hermeneuta le tiemblan los ojos. Llamas tímidas,
infatigables, se le escapan vagabundeando tras las olas que se amontonan
unas tras otras, tan indistintas como lo son sus días, atropellándose
en una marea temporal que desea puerto, costa u orilla en la que,
al fin, detenerse.
De su viaje se cuenta esto: al cabo de un tiempo indescriptible, su
mirar se topó con algo que se acercaba lentamente y que condensó
su atención en un punto. Desechada la hipótesis de una
repentina locura por la propia evidencia de los hechos, comprobó
con alivio que ese algo era real. Cuatro forcejeos con el mar y ya
estaba cogiéndola con manos ávidas.
Era una botella.
En su interior parecía contener algo.
Mas no era un mensaje. Tampoco una insignificante nota de amor sobreviviente
a su propio destinatario (¿o habría que decir, damnificado?).
El verdor vidrioso de la botella contenía un territorio que,
destapado su corcho, se vertió al exterior. Y hete aquí
a nuestro hermeneuta, trotando caminos vacilantes que, por aquí
y por allá, como un juego de laberintos, desembocaban siempre
en el mismo término o en otro siempre distinto pero idéntico
a su vez, pues si las partes se asemejan a las partes ¿Cómo
reconocer los puntos cardinales? ¿Qué lugar puede ser
aquel donde un paso dado contiene la huella del que ya se dio y del
que se avecina?
En este punto, el que escribe este texto, no sin cierta precaución,
advierte al lector de la inutilidad de seguir leyendo este relato,
a no ser que el destinatario se halle provisto de un mapa que le permita
adentrarse en este mar de signos que describe un territorio encerrado
en una botella que, según se cuenta, un hermeneuta encontró
más allá de cualquier confín por ahora explorado.
Fallaces Builder.