El burro filosofal
Un aspirante a filósofo tenía que dar
una conferencia ante las más altas autoridades académicas
y, si obtenía su aprobación, se convertiría en
uno de los grandes sabios que administran la verdad desde sus cátedras.
Sin embargo, aquella mañana se había despertado con un
terrible dolor de cabeza que coronaba el más absoluto vacío
conceptual. Él, que se había preparado como debe hacerse
para alcanzar los altos puestos, que se había abierto camino
a codazos sin respeto a lealtades ni principios, que había aprendido
a base de tesón los excelsos tecnicismos con los que los verdaderos
sabios ocultan su saber al vulgo, como por arte de magia lo había
olvidado todo, y se encontraba tan a oscuras como antes de emprender
el difícil sendero del conocimiento si no más. ¿Qué
malvado maleficio provocado por la envidia podía ser el causante
de su amnesia? ¿Acaso era justo, después de tantos desmanes
y desvelos?
Desolado se hallaba en estos tristes pensamientos, cuando llegó
bajo una encina donde un burro se refugiaba del inclemente sol del mediodía.
El filósofo se metió bajo la misma sombra y, mirando con
envidia al burro, le dijo: "Afortunado tú, noble animal,
que no tienes que preocuparte más que de llenar la barriga y
protegerte del calor, y no cargas con el terrible peso del conocimiento,
ni sufres en tu corazón los aguijones del olvido".
El burro abrió la boca como si fuera a burlarse de las penas
del hombre con un sonoro rebuzno pero, en vez de eso, empezó
a decir: "Hombre, te aseguro que son muchos los conocimientos que
mi paciente cerebro atesora y, aún así, no me honran con
cátedras ni sillones, tan solo recibo cargas y palos en los riñones".
El filósofo, atónito, no podía creer lo que estaba
oyendo, mas el burro, impertérrito, le contó cómo
había descifrado los algoritmos que se ocultan en las circunvalaciones
de las abejas, le habló del devenir de los arroyos y de lo que
en ellos permanece y, en fin, de tantos y tan originales conceptos,
que al instante una luz se encendió en el cerebro del humano.
"¿Querrás sustituirme esta noche? Te ocultaré
tras las cortinas y, cuando me oigas toser, repite ante el auditorio
lo que me has contado. A cambio, te prometo colchón de plumas
y caricias para tus riñones". El burro aceptó encantado
y, paseando uno al lado del otro como iguales, se encaminaron a la ciudad.
El filósofo avanzó hacia la tarima confiado y sin papeles
en las manos, lo que levantó sospechas entre el auditorio: "Otro
joven heterodoxo", rumiaban los más viejos. Pero, cuando
tras los carraspeos convenidos con el burro para avisarle de que era
su turno, un bestial rebuzno atravesó como un cuchillo los oídos
del público, aquello fue considerado un insulto intolerable y
una lluvia de prosaicos improperios cayó sobre el abochornado
filósofo, que tuvo que salir de allí corriendo.
Ni que decir tiene que el filósofo no logró sillón
alguno, pero alcanzó gran fama en ferias y locales de mala nota
como asnal ventrílocuo.
Nunca podremos estar suficientemente agradecidos al burro, por librarnos
de un sabio y desvelarnos a un genio.
Crispilivinki.