PRÓLOGO A LA EDICIÓN EN ESPAÑOL:
Identidad, Filosofía y Tradiciones
1. ¿Identidad o identidades?
Desde lo que corrientemente se considera su principio, esto es, desde
la Grecia clásica de Parménides, Heráclito, Platón
y Aristóteles, hasta Gottlob Frege, W.V. Quine, P.F. Strawson,
David Wiggins, Saul Kripke y Derek Parfit en la tradición analítica
del siglo XX, la identidad ha sido tema de reflexión para la
filosofía. La identidad de los distintos tipos de cosas acerca
de las cuales hablamos presenta múltiples dilemas. Unas consideraciones
son aducidas a favor y otras en contra de tal o cual posición
respecto de cuándo tenemos derecho a afirmar que una cosa es
la misma cosa que otra, esto es, que es idéntica a ella. Y, por
lo menos en apariencia, ¡hay tantos tipos distintos de cosas!
Entre ellos, para aclarar nuestras ideas, puede destacarse a los objetos
materiales (digamos, un barco o un cuchillo); los objetos abstractos
(por ejemplo, el número 5); los objetos de ficción (Dulcinea
del Toboso o Hamlet, príncipe de Dinamarca); amén de los
objetos que son también sujetos (como las personas), o los que
son sociales (como las instituciones) o, por terminar alguna vez con
la enumeración, los que son o fueron históricos (como
el pueblo judío y el mapuche o los "pelucones" de la
independencia chilena y la masonería iberoamericana decimonónica).
De suerte que los dilemas se multiplican y aseguran que, al menos en
ese sentido, en la irónica frase de Donald Davidson, "los
filósofos no se quedarán sin trabajo".
Ya los griegos se preguntaron hasta cuándo puede afirmarse que
un barco en el cual, durante siglos, unas tablas van reemplazando a
otras, sigue siendo el mismo barco. Pocos serán tan estrictos
como para sostener que apenas una sola madera ha sido cambiada, ya no
se trata del mismo barco. Bajo la inspiración de esta línea
de raciocinio, pudiera parecer razonable concluir que tendremos un barco
idéntico al original sin importar cuántas tablas se hayan
cambiado, siempre y cuando, digamos, el cambio haya sido lento y gradual.
Sin embargo, ¿en qué sentido podríamos seguir hablando
de el mismo barco si hasta la última tabla original ha sido reemplazada
y dicho reemplazo ocurrió hace siglos? De sostener eso, ¿no
quedaremos tan expuestos al ridículo como quien dice "Este
cuchillo ha estado en uso durante 10 generaciones en mi familia; unas
veces, cuando se ha gastado, se ha reemplazado la hoja y otras, cuando
ha cambiado la moda, el mango"?
Artefactos como los barcos y los cuchillos son productos del esfuerzo
humano que carecen de la capacidad de modificarse a sí mismos.
Pero hay otras clases de cosas y algunas de ellas poseen una naturaleza
tal que pueden cambiar, incluso cambiar bastante, y seguir siendo los
mismos individuos. Tal es el caso, según Aristóteles,
con los animales que, entre su nacimiento y su muerte, sobreviven profundas
modificaciones que, muchas veces, incluyen el reemplazo de toda o casi
toda la materia de la cual están compuestos sus cuerpos (como
ocurre, sin ir más lejos, con incontables seres humanos). Pero
también aquí hay límites a los cambios que, en
rigor, son imaginables. Cuando alguien le manifestó a Leibniz
que él hubiera preferido, en vez de ser el que era, ser el emperador
de la China, el filósofo le dijo que eso era equivalente a desear
que él nunca hubiera existido y que sí existiera un emperador
en la China.
Con la identidad de las instituciones, como una universidad o una corte
de justicia, también emergen dudas y dilemas, como ilustra gráficamente
el siguiente caso. Poco después del golpe de Estado del 11 de
septiembre de 1973 en Chile, la prensa sobreviviente informó
que el pleno de la Corte Suprema había recibido a la Junta de
Gobierno formada aquel día por cuatro uniformados de alta graduación.
Pero, en una concepción formal de lo jurídico, en sentido
estricto, ¿era eso posible? La Constitución chilena de
1925 prohibía a las Fuerzas Armadas rebelarse en contra del poder
ejecutivo, lo cual manifiestamente había ocurrido y con singular
éxito. El jefe del ejecutivo se había suicidado; sus ministros
estaban prófugos o prisioneros; y la Junta de Gobierno había
declarado al poder legislativo "en receso". ¿Acaso
los jueces, que hasta el 11 de septiembre de 1973 legítimamente
integraban la Corte Suprema, no repararon en que al desaparecer el estado
de derecho fundado en la Constitución de 1925, la Corte Suprema
misma también había desaparecido? ¿Cómo
hubieran podido justificar sus señorías su creencia que
el poder judicial había sobrevivido incólume a la desaparición
de los otros dos poderes del Estado, que era idéntico con (esto
es, una y la misma cosa que) la institución existente antes de
dicha rebelión?
Pues bien, con argumentaciones inspiradas en cierta concepción
histórica de las instituciones republicanas chilenas. Porque,
en una visión hispanófila de tipo romántico, todas
ellas no son sino las instituciones del imperio español en América
con nombres nuevos. Así, en este caso, la Corte Suprema era la
misma cosa que (esto es, idéntica con) la Real Audiencia, el
máximo
tribunal de Chile durante el período colonial. Y, visto de esa
manera, si creían que con el mero
cambio de nombre a "Corte Suprema", la Real Audiencia había
sobrevivido a la Independencia, al quiebre del 18 de septiembre de 1810
con el régimen imperial español, sus señorías
bien hubieran podido creer también que su institución
había sobrevivido al 11 de septiembre de 1973. Constitucionalmente,
esta última fecha representa un cambio menor, tan solo una ruptura
más de la variante liberal y presidencialista del régimen
republicano.
2. La estrategia argumentativa
Los ejemplos anteriores ilustran los dilemas acerca de la identidad
que han ocupado a los filósofos por siglos y la clase de deliberaciones
a las que dan lugar. Son, por así decirlo, los primeros trazos
en un bosquejo de la tradición analítica en la filosofía
contemporánea, a la cual pertenecen tanto el profesor Roger Scruton
como su obra Filosofía Moderna: Una Introducción Sinóptica.
Pero, además, estos ejemplos cumplen otras dos funciones. En
primer lugar, insinúan que, al contrario de lo que suponen las
incontables víctimas del analfabetismo filosófico, muchas
deliberaciones filosóficas están relacionadas con la vida
económica, legal y política de las sociedades, aquello
que con ingenuidad conmovedora tales personas llaman "el mundo
real". Y, en segundo lugar, estos ejemplos anticipan cuán
peliagudo dilema genera la pregunta por la identidad cuando su foco
lo ocupa la filosofía misma. Este es un problema general respecto
del cual algo se dice en las secciones tercera y cuarta del presente
prólogo.
A continuación, se evalúa la presentación que el
profesor Scruton hace de la identidad de la filosofía analítica
en términos de la filosofía "tal como se la enseña
en las universidades de habla inglesa".
Finalmente, se bosqueja una opción metafilosófica distinta,
que la entiende como una tradición filosófica, en un análisis
que distingue en dicho término teórico tres
componentes: la concepción, la institución y la política
de la filosofía. Pero esos asuntos más específicos
deberán esperar hasta la quinta y última parte de este
prólogo.
3. Religiones, "filosofías" orientales y filosofía
occidental
¿Hay solo una filosofía? ¿Es ella toda un solo
gran río, un Amazonas, de cuyo caudal las distintas filosofías
son solo tributarias? O, más bien, ¿se trata de distintos
grandes ríos, un Amazonas, un Ganges, un Mississippi, un Nilo
y un Yangtze, que nacen en lugares y tiempos distintos para desembocar
en lugares y tiempos distintos? Mínimamente, ¿son la filosofía
occidental y la filosofía oriental simples variantes de una misma
disciplina, dos brazos de un mismo río, la filosofía o,
por el contrario, son ellas dos cosas distintas que, la metáfora
es de Wittgenstein, ni siquiera comparten un parecido de familia?
La primera de estas opciones requiere, desde luego, explicitar cuál
es el denominador común para cuerpos, al menos en apariencia,
tan distintos como la filosofía oriental y la filosofía
occidental. A primera vista, pudiera parecer fácil encontrarlo.
¿Acaso no comparte la filosofía occidental con la oriental
la ambición de proveer una visión global del mundo en
el cual surge la experiencia humana y, en sus términos, derivar
recomendaciones que orienten nuestra conducta? Pero, aunque tentadora,
no debemos aceptar esta opción porque, en sus términos,
la filosofía se vuelve la misma cosa que la religión.
Porque la búsqueda de tales visiones globales y de recomendaciones
orientadoras de la conducta es una meta que la filosofía comparte
con las
religiones. Quien reconoce como "filosofías" a las
visiones y las recomendaciones de textos orientales clásicos,
como la Bhagavad Gita, tiene que hacer lo mismo con las visiones y recomendaciones
de la Ilíada y de la Odisea, para no decir nada de aquellas contenidas
en los cinco libros de la Tora mosaica, los libros de los profetas y
los de las escrituras (conjunto de textos más conocido como Antiguo
Testamento, el nombre que le dieron los cristianos), en el Nuevo Testamento
o en el Corán. Si la mencionada ambición fuera el denominador
común a las filosofías occidental y oriental, entonces
también la religión (incluida la "mitología",
denominación que algunos prefieren para religiones distintas
de la suya) sería filosofía. Pagar ese precio por la unificación
de la filosofía occidental con la oriental es excesivo.
Tradicionalmente, se ha favorecido la opción opuesta. A saber,
sostener que la filosofía como tal comienza a existir solo cuando
el mundo griego rompe con lo que algunos llaman "el mito"
(esto es, con la religión helénica). Las mitologías,
entonces, extraen visiones globales de la tradición oral, de
textos y de pronunciamientos de agoreros, pitonisas y profetas cuya
autoridad tiene carácter sagrado. Pero la filosofía, por
el contrario, típicamente, pone en tela de juicio la autoridad
misma de las distintas fuentes (la religión, la experiencia sensorial,
la ciencia o el sentido común). Ella privilegia, en cambio, a
la argumentación racional, aquello que desde una metafilosofía
pluralista puede ser descrito como un espacio argumentativo de encuentro
y diálogo que procede absteniéndose de descalificar y
de sacralizar a quienes presentan, analizan y evalúan distintas
visiones globales así como las respuestas que cada una
de ellas ofrece a preguntas específicas.
La filosofía, entonces, comenzaría allí donde la
mitología termina o, en términos más exactos y
respetuosos, donde las religiones terminan. Más tarde tendremos
ocasión de mencionar la idea opuesta, asociada con el Círculo
de Viena, según la cual la filosofía comienza allí
donde termina la ciencia. Así, al peso de las ambiciones y de
sus productos, hay que contraponer el peso de los métodos propios
de la filosofía. Procediendo de esta manera se evita el riesgo
de identificar a la filosofía con la religión. Pero tal
estrategia tiene, también, su costo argumentativo. Entendido
de esta manera el asunto, hablar de la "filosofía occidental"
sería, en el mejor de los casos, un pleonasmo. Porque la única
filosofía que hay, según esta manera de ver el asunto,
es la occidental, aquella que comienza en la Grecia clásica.
Tal posición, desde luego, no niega el potencial filosófico
de los distintos textos sagrados. Pero lo elabora solo en términos
del debate racional (ejemplo señero de esta posibilidad es, desde
luego, la tradición tomista). Ahora bien, aun si se acepta un
entendimiento argumentativo de qué sea la filosofía así
como la restricción adicional de circunscribir la atención
al campo occidental, reaparecen las dificultades.
¿Qué tienen en común que permita considerarlas
la misma cosa, esto es, idénticas en tanto filosofía occidental,
el idealismo platónico y el realismo aristotélico; el
platonismo cristiano de Agustín de Hipona, el aristotelianismo
mosaico de Moshe ben Maimón (más conocido como Maimónides,
la versión helenizada de su nombre) y aquel de Tomás de
Aquino; los empirismos de Maquiavelo, Bacon, Locke, Berkeley y Hume
y los racionalismos de Descartes, Malebranche, Spinoza y Leibniz; el
idealismo trascendental de Kant y el dialéctico propuesto por
Hegel; el existencialismo voluntarista de Schopenhauer, nihilista de
Nietzsche, vitalista de Ortega, fenomenológico en Husserl, ontologista
de Heidegger y nauseabundo de Sartre; las filosofías de la ciencia
de raigambre materialista dialéctica de Marx, positivista reformista
en Comte, verificacionista del Círculo de Viena, falsacionista
de Popper, naturalizada en Quine, relativista con Kuhn y la anarquista
de Feyerabend; el pluralismo valorativo de Berlin; las filosofías
del lenguaje como acción en Austin y Searle o como deconstrucción
en Derrida; y, por terminar en alguna parte, la metafísica descriptiva
de Strawson? En la quinta sección se sugerirá un marco
metafilosófico que permite responder a esta pregunta.
4. Tres caricaturas inspiradas en la historia de la filosofía
La historia de la filosofía ha sido presentada de maneras distintas
pero igualmente magistrales en múltiples obras que son de fácil
acceso. Para la tarea del presente prólogo, por lo tanto, basta
con distinguir tres momentos en dicho desarrollo y hacer caricaturas
de cada uno de ellos que, sin ser retratos acabados con pretensiones
de realismo, permitan sí evocar y reconocer el modelo que inspira
a cada una. Estos tres momentos son los sucesivos encuentros de la filosofía
que nació en Grecia con el monoteísmo judeocristiano;
luego con culturas más allá de la Europa cristiana, de
los cuales el descubrimiento del Nuevo Mundo servirá aquí
de emblemático; y, finalmente, con la ciencia moderna y, en particular,
entre fines del siglo XIX y principios del siglo XX, con la nueva lógica,
circunstancia en la cual fue concebida la filosofía analítica.
La caricatura del primer momento contrasta dos visiones globales. Una
de ellas, llevada a cabo por Agustín de Hipona en su Ciudad de
Dios, sintetiza el monoteísmo judeocristiano y la filosofía
de Platón; el mérito del conocimiento está restringido
al seguimiento de la ley divina: conocer para obedecer. La otra, en
clave mosaica y luego en clave cristiana, hace lo propio con Aristóteles.
La versión mosaica se debe a Maimónides en su Guía
de Perplejos, mientras que la versión cristiana fue completada
casi un siglo más tarde, por el doctor angelical, Tomás
de Aquino, en su monumental Suma de Teología.
Aquí el conocimiento empírico se justifica porque lleva
a una admiración mayor por el autor del mundo: conocer para entender.
En esa visión global, el mundo fue creado de la nada por un Único
Dios, omnipotente, omnisciente, justo y misericordioso. Él es,
hablando ya en el vocabulario aristotélico de la metafísica
tomista, una substancia y tres personas; la causa última de la
existencia del mundo; el motor inmóvil del cual surgen las leyes
que rigen tanto los movimientos de las substancias en el mundo físico
como aquellas que deben guiar a las substancias cuya forma es la racionalidad,
los seres humanos, en la configuración libre del mundo moral.
Tal es, por lo menos, parte del sentido de la plegaria del padrenuestro,
"Hágase tu voluntad así en la Tierra como en el cielo".
En la caricatura del segundo momento en el desarrollo de la filosofía
occidental, el encuentro con el Nuevo Mundo tiene un carácter
emblemático. Este descubrimiento geográfico, un hallazgo
de la experiencia, termina erosionando la autoridad del texto sagrado,
quitándole entre otras cosas, efectividad política, de
manera tan drástica, rápida y, en apariencia al menos,
tan definitiva como difícil de reconstituir, medio milenio más
tarde. Ahí había estado siempre un mundo entero, el Nuevo
Mundo, poblado por millones de seres; un imperio cuya capital, Tenochtitlán,
como informa un alucinado Hernán Cortés al rey de España,
era más grande que Sevilla, entonces la principal ciudad española.
Y la Biblia en lugar alguno menciona ni al mundo nuevo ni a sus habitantes.
¿Cómo explicar esto?
El aristocrático escepticismo del medio-judío Michel Eyquem
Lopes, cuyo padre comprara el título de señor de Montaigne,
refleja el impacto de ese encuentro. Al desnudo queda la inhumanidad
de las guerras justificadas por divergencias teológicas y filosóficas
en la interpretación bíblica. Cambia la evaluación
de las matanzas de los indefensos seguidores de Moisés que, en
su camino de ida y de regreso a Tierra Santa, perpetraron los cruzados;
de sus batallas contra los seguidores de Muhamad; y de los feroces conflictos
entre católicos y protestantes en Alemania, Escocia, España,
Francia, Holanda, Inglaterra y Suiza, en los cuales, con entusiasmo,
los seguidores de Jesús se asesinan unos a otros invocando su
nombre. De ser consideradas santas, ellas pasan a ser descritas como
sangrientas.
Al socavamiento de la visión global tomista causado por el cisma
de la Cristiandad europea, la Reforma encabezada por Lutero contra la
Iglesia Romana, se suma la creciente aceptación entre los eclesiásticos
especializados en asuntos astronómicos (encabezados por el canónigo
de Frauenburgo, Nicolás Copérnico) de la hipótesis
heliocéntrica. Dicha hipótesis contradecía a la
cosmología cristiana, la cual siguiendo a Aristóteles,
ubicaba a la Tierra en la región que, en sus términos,
era la más deleznable (y la más alejada del Único
D"s): un resumidero de pesada materia, en torno al cual giran,
con mayor velocidad, esferas más sutiles, más espirituales.
He aquí una ironía en la historia de las ideas religiosas
y políticas: las investigaciones astronómicas que avalaron
la hipótesis heliocéntrica surgieron de la exigencia papal
por un calendario exacto que permitiera la correcta celebración
de las fiestas cristianas. La ciencia mordió la mano que la alimentaba.
A pesar de oponerse a la visión global tomista entonces hegemónica,
la hipótesis heliocéntrica se impuso entre quienes buscaban
la mejor explicación de las observaciones astronómicas
recolectadas durante la alta edad media. Hacia fines del segundo momento
en el desarrollo de la filosofía occidental, la conjunción
de éstos y otros factores hace que, para el amplio rango de fenómenos
que van de la política a la física, la experiencia y la
observación comiencen a presentarse como las verdaderas fuentes
del conocimiento. Obras tan disímiles en otros sentidos, pero
tan parecidas en su inspiración empirista, como lo son El Príncipe
de Maquiavelo y La Gran Restauración de Bacon, ilustran este
cambio. Conocer es poder, esto es, dominar.
El impacto con la ciencia moderna caracteriza al tercer momento de la
filosofía occidental. Ya en el siglo XVII, éste ha afectado
profundamente la manera cómo los filósofos conciben su
disciplina. En su Ensayo sobre el Entendimiento Humano de 1690, John
Locke describe su tarea, la tarea del filósofo, en términos
de aquella de un mero peón, al cual solo corresponde limpiar
el camino por el cual pasan, en su marcha triunfal, los grandes del
conocimiento, los científicos modernos, encabezados por el "incomparable
Mr. Newton". En el siglo XVIII, David Hume describe el propósito
de su Tratado de Naturaleza Humana como la "introducción
del método experimental en las ciencias morales". En las
primeras décadas del siglo XIX, Comte articula esta visión
global en un sistema según el cual la ciencia es la fuente última
de todo el conocimiento que genuinamente merece ese nombre: el positivismo.
Las ciencias todas, según una ley de Comte, pasarán por
tres estadios sucesivos: teológico, metafísico y positivo.
En el estadio teológico, dado un fenómeno, el conocimiento
consiste en el intento de responder a la pregunta "¿Quién?".
Se busca quién es responsable del fenómeno, quién
lo gobierna: si acaso, las ánimas (en la etapa animista), los
dioses (en la etapa politeísta) o, finalmente, el Único
D"s (en la etapa monoteísta). En el estadio metafísico,
dado un fenómeno, se pregunta "¿Por qué?".
Como respuesta se busca ahora, no un Único D"s, sino una
causa. En el estadio positivo, el definitivo, la ciencia adquiere por
vez primera su carácter de tal. Dado un fenómeno, solo
pregunta "¿Cómo?"; a saber, cómo se relacionan
las cantidades positivas, observables y medibles en dicho fenómeno
(de ahí "positivismo", el nombre de la doctrina de
Comte), esto es, bajo qué leyes. En la fórmula positivista,
repetida aún en tantas partes, "La ciencia no pregunta por
qué; solo pregunta cómo".
Según Comte, la física ha sido la primera ciencia en alcanzar
el estadio positivo, pero, a su debido tiempo, lo harán también
las demás, química, biología, psicología,
cada una con sus leyes propias, hasta llegar a la "física
social", la ciencia que él bautizó con el nombre
de "sociología". Para la élite intelectual laica,
asociada con la Ilustración y la Encyclopédie, que floreció
mientras caían decapitadas las testas coronadas del absolutismo,
la ciencia moderna se ha convertido en la fuente última de su
visión global, aquella del positivismo. Pero la ciencia moderna
no es nada sin la matemática, sin la capacidad de contar y medir
lo que se observa.
Por lo tanto, faltaba para completar la bóveda positivista una
última piedra: la validación filosófica de la matemática.
Así se terminaría el templo en el cual se veneraría
a la Religión de la Humanidad propuesta por Comte y todo sería,
en el lema del positivismo que recoge la bandera del Brasil, "Orden
y Progreso".
En la segunda mitad del siglo XIX, los matemáticos habían
logrado reconstruir, a partir de los números naturales y las
operaciones aritméticas elementales, el cálculo y el álgebra.
Pero la base del edificio, los números, estaba rodeada aún
de un aire de misterio. Dos preguntas básicas requerían
respuesta: "¿Qué son los números?" y,
por otra parte, "¿Qué es la verdad aritmética?".
Este es el escenario en el cual hace su aparición Gottlob Frege
(1848-1925), lógico y filósofo, quien es corrientemente
considerado, en la metáfora estadounidense, el primer padre fundador
de la tradición analítica. Buscando un sistema que permitiera
garantizar la validez de las pruebas matemáticas en términos
de las cuales formularía sus respuestas a esas dos preguntas,
Frege inventó una nueva lógica, basada en cuantificadores
y variables, que presentó en su Begriffsschrift (1879). Este
logro de Frege es de tal envergadura que solo cabe compararlo al de
Aristóteles cuando inventó el silogismo, el sistema con
el cual comienza el estudio formal del razonamiento humano, tres siglos
antes de la era cristiana. Entre otras consecuencias, su impacto causó
la "revolución" filosófica con la cual, en el
siglo XX, comienza la tradición analítica.
5. La tradición analítica en la filosofía
del siglo XX
El profesor Scruton dice que el propósito de su notable, oportuno
y documentado libro es familiarizar al lector con la disciplina "tal
como se la enseña en las universidades de habla inglesa".
Si bien él reconoce que, a veces, adjetivos como "analítica"
son usados para describir ese tipo de filosofía, su preferencia
es no hablar de "filosofía analítica" porque
dicha etiqueta, erróneamente, sugeriría que existe "un
grado mayor de unidad de método" entre quienes practican
ese tipo de filosofía que aquel que se da en la realidad. En
un momento volveremos sobre esta justificación. Porque corresponde
primero destacar cuán desafortunada es la manera en la cual el
profesor Scruton presenta el tipo de filosofía tratada en Filosofía
Moderna: Una Introducción Sinóptica.
Veremos tres razones que respaldan este juicio, para luego sugerir otra
opción que permite completar adecuadamente el presente bosquejo
de la filosofía analítica y el contexto en el cual ella
surge. Antes de hacerlo, sin embargo, corresponde precisar y destacar
que la objeción de marras no afecta el contenido de la obra de
Scruton, sino solo la manera en la cual él lo presenta. Si bien
este asunto es menor, corresponde al prólogo aclararlo para así
proteger a la obra de Scruton de malentendidos y objeciones que pudieran
levantarse sobre tal base. Para una traducción al castellano
de América, contexto en el cual la tradición analítica
está, la metáfora es de Goodman, menos atrincherada que
en otras regiones del mundo, tal peligro es real.
La primera razón para calificar de desafortunada la descripción
del profesor Scruton es su excesivo insularismo. Fuera de Gran Bretaña,
en muchas universidades "de habla inglesa" se enseña
la disciplina de otras maneras, que son distintas a la que cultiva Scruton;
por dar algunos ejemplos, a la manera existencialista, fenomenológica,
hermenéutica, pragmática, marxiana y tomista. El segundo
reparo es el anacronismo de su descripción. Aun si, pasando por
alto a las universidades de Viena (donde enseñó Schlick)
y de Berlín (donde enseñó Reichenbach), se concediera
que alguna vez la filosofía con la cual trata su libro se enseñó
y se practicó exclusivamente en "universidades de habla
inglesa" (digamos, en Cambridge, Harvard y Oxford), no es menos
cierto que en el último tercio del siglo XX, esa manera de hacer
filosofía fue cultivada con creciente vigor en universidades
que no eran "de habla inglesa" sino de habla alemana, castellana,
catalana, finlandesa, hebrea, holandesa, portuguesa y, por interrumpir
un listado que podría seguir, sueca y vasca.
Tal vez, como el profesor Scruton teme, hablar de "filosofía
analítica" a secas pudiera sugerir que entre quienes la
practicaron en, digamos, el último tercio del siglo XX, existió
"un grado mayor de unidad de método" que aquel que
se dio en la realidad. Y eso, como correctamente él sostiene,
es falso. Pero la restricción temporal de la tesis es indispensable.
Ciertamente Russell, el autor de la expresión "análisis
filosófico", sí cree que la nueva lógica de
cuantificadores y variables es el método definitivo para resolver
los dilemas filosóficos. Y no pocos de sus seguidores durante,
digamos, el primer tercio del siglo XX, también lo creyeron.
Ahora bien, una cosa es que los primeros filósofos analíticos
hayan creído tener "unidad de método". Y otra
cosa, muy distinta, es que los filósofos analíticos posteriores
hayan rechazado esa creencia.
En todo caso, hay maneras de evitar el peligro que le preocupa a Scruton
sin describir su manera de hacer filosofía por referencia al
"habla inglesa". Una de ellas consiste, en los términos
que a continuación se explicitan, en usar "filosofía
analítica" como una abreviatura de la tradición analítica
en filosofía o, si se prefiere, la tradición de la filosofía
analítica.
Irónicamente, un filósofo como Scruton, cuya reputación
se asocia con un talante conservador, ha pasado por alto, precisamente,
el potencial del concepto de tradición para resolver este problema.
Es en este sentido que el tercer y último reparo a su decisión
de no hablar de "filosofía analítica" es su
insuficiente conservadurismo.
Ahora bien, ¿qué debemos entender por una tradición
filosófica? Esta es una pregunta compleja, que no corresponde
a este prólogo responder de manera acabada. Para los propósitos
presentes, es suficiente con dar solo el primer paso. Se trata de un
marco teórico que distingue entre la concepción de la
filosofía, la institución de la filosofía y, finalmente,
la política de la filosofía, tres componentes del término
tradición filosófica.
El primer componente, entonces, dice relación con cuáles
se considera que son las ambiciones, preguntas, métodos, respuestas
y divisiones temáticas de la filosofía. El segundo componente
recoge, por lo menos, los autores y textos considerados canónicos
por grupos de filósofos que, más allá de sus diferencias
respecto de la concepción de la filosofía a la cual suscriben,
integran una y la misma red de formación, producción y
difusión. El tercer componente identifica las relaciones que
una institución de la filosofía dada tiene con otros dominios
de práctica tales como el arte, la ciencia, la literatura, la
economía y la política, contextos en los cuales los seres
humanos también luchan por el poder en una disputa que, según
el lapidario juicio de Hobbes, cesa solo con la muerte.
Mientras el primer componente apunta a la dimensión conceptual
o ideal de la disciplina (aquello que, corrientemente, acapara la atención
cuando se habla de filosofía: sus esperanzas y sus productos),
el segundo apunta a su dimensión concreta, como dirían
tradiciones filosóficas distintas de la analítica, a su
manera de estar-en-el-mundo o a su encarnación en "el mundo
real". Este segundo componente del término tradición
filosófica individualiza a quienes practican una determinada
filosofía, los seres humanos reales y concretos que son los filósofos,
como certeramente insistía Unamuno; individualiza los textos
que los inspiran; identifica concatenaciones formativas de maestros
y discípulos: sus centros de estudio, las revistas en las cuales
publican sus resultados y las jornadas, seminarios y congresos en que
los debaten.
La condición mínima para hablar de una tradición
filosófica, entonces, es que a lo largo del tiempo resulte explicativamente
provechoso asociar con ella más de una concepción de la
filosofía (ya sea por diferencias respecto de las ambiciones
o las preguntas o los métodos), pero a lo más una institución
de la filosofía "real y concreta".
Antes de abandonar estas consideraciones abstractas, vale la pena destacar
una consecuencia de ellas. La "condición mínima"
para hablar de una tradición filosófica impone la restricción
según la cual solo podemos hacerlo de manera retrospectiva. Frege,
Russell, Moore y Wittgenstein, por ejemplo, nunca supieron que eran
"filósofos analíticos". Una reflexión
completa sobre esta consecuencia cae más allá del presente
prólogo porque nos llevaría a temas metafilosóficos
cuya relevancia al asunto en cuestión es tangencial. En todo
caso, esta consecuencia es menos sorprendente de lo que pudiera pensarse
inicialmente. Tampoco Aristóteles supo nunca que era un filósofo
"clásico"; ni Tomás de Aquino que era un "medieval";
ni Descartes que era un "moderno". El entendimiento histórico,
incluido aquel de la filosofía, es retrospectivo; en la seductora
imagen de Hegel: el búho de Minerva emprende el vuelo al atardecer.
Apliquemos ahora este marco teórico al caso de la "filosofía
analítica". Hablar de una tradición analítica,
entonces, requiere que pueda asociarse con dicho término más
de una concepción de la filosofía. Y la tradición
analítica satisface esta condición. Ya durante su período
fundacional, contrastan en ella una concepción impresionada por
el positivismo y el lenguaje científico y otra, inspirada en
el sentido común y el lenguaje ordinario. La ambición
de la primera, la concepción cientificista, puede ser descrita
en términos de mostrar la continuidad de la filosofía
con la visión global que promueve la ciencia moderna; en la metáfora
de Goodman, el científico maneja el negocio mientras el filósofo
lleva la contabilidad. Sus preguntas dicen relación con la evaluación
filosófica del desarrollo de la ciencia moderna y los modelos
con los cuales éste puede ser entendido. El método asociado
a la concepción cientificista es un análisis conceptual
que imita las definiciones, construcciones y axiomatizaciones de la
matemática y la lógica de cuantificadores y variables,
el supuesto lenguaje perfecto para la ciencia desarrollado por Frege.
Frege articuló su respuesta a las preguntas acerca de la naturaleza
de los números y de la verdad aritmética en una versión
para el gran público, Los Fundamentos de la Aritmética
(1884), y en otra dirigida a especialistas, Las Leyes Básicas
de la Aritmética (1893). Su doctrina, que se ha dado en llamar
logicismo, es la tesis según la cual la aritmética se
reduce a la lógica, de suerte que los números naturales
y las relaciones entre ellos pueden ser deducidos o, si se prefiere,
construidos a partir de nociones lógicas. Poco después,
entre 1910 y 1913, Bertrand Russell (1872-1970), corrientemente considerado
el segundo padre fundador (o, si se prefiere, la partera) de la tradición
analítica, publica con A.N. Whitehead los tres volúmenes
de su Principia Mathematica presentando un enfoque similar. Armado con
esta nueva lógica y el resuelto ánimo del aristócrata
victoriano, Russell sale a conquistar la jungla filosófica.
Su más admirado trofeo, la llamada teoría de las descripciones
definidas, la solución putativa de un problema acerca del lenguaje
científico, fue presentada en 1905 en su artículo "Sobre
el denotar", que fuera saludado por F.P. Ramsey como "un paradigma
de la filosofía". Este ejemplo de cómo procede el
filosofar genuino constituye, aún hoy, lectura obligada para
aprendices, maestros y doctores en filosofía analítica.
Begriffsschrift y Principia Mathematica ofrecen ejemplos de lenguajes
perfectos, en los cuales la vaguedad, la ambiguedad y la impresición
del lenguaje ordinario se muestran como lo que la concepción
cientificista respaldada por Frege y Russell considera que son, defectos
que el análisis filosófico tiene por misión erradicar.
En el siglo XX, la filosofía occidental tiene su encuentro definitivo,
su Armagedón, con la ciencia moderna, una ciencia que en la Teoría
de la Relatividad de Einstein, ofrece una visión unificada del
tiempo, el espacio, la luz, la energía y la materia, la vieja
ambición de la Grecia clásica y del pensamiento medioeval
judeocristiano, surgido del cruce de Aristóteles con la Biblia.
Las profecías sobre la ciencia empírica de Bacon en el
siglo XVI, de Locke en el siglo XVII, de Hume en el siglo XVIII y de
Comte en el siglo XIX parecían confirmarse. La esperanza en una
Ciencia Unificada (ya sea por comunidad de método, como proponía
el positivismo de Comte o bien por reducción a una construcción
lógica del mundo, como en el positivismo lógico de Carnap
y el Círculo de Viena) comienza a desplazar definitivamente aquella
basada en el Único D"s como fuente de las visiones globales
del mundo en el cual surge la experiencia humana. Para los filósofos
analíticos que respaldaban a la concepción cientificista,
los lenguajes perfectos de la lógica, la matemática y
la física, por así decirlo, han desplazado al hebreo,
el griego y el latín.
Por el otro lado, la concepción del sentido común y el
lenguaje ordinario, a veces llamada, también, terapéutica,
busca poner la filosofía al servicio de la visión global
del sentido común, aquella que se expresa en el lenguaje ordinario.
Su ambición es clarificarla, curarla de distorsiones causadas,
precisamente, por teorías filosóficas, de las cuales la
concepción cientificista misma es un ejemplo. La ciencia constituye
una entre varias fuentes que alimentan la visión del sentido
común. Y, según la concepción terapéutica,
se trata de una fuente que carece de autoridad normativa sobre las demás.
Las preguntas que se asocian con la concepción terapéutica
dicen relación con cómo entender la diversidad de creencias
y prácticas humanas, incluidas por cierto las prácticas
lingüísticas. Su método está basado en el
análisis del lenguaje ordinario tal como éste se da y
no en intentos de reformarlo para que se adecue a los estándares
del supuesto lenguaje perfecto de la lógica y la matemática.
Busca disolver las confusiones ocasionadas por el empleo del lenguaje
ordinario en tareas para las cuales no es apropiado. Su inspiración
está en el trabajo de los otros dos padres fundadores de la tradición
analítica: G.E. Moore (1873-1958) y Ludwig Wittgenstein (1889-1950).
A Moore le preocupan el origen, carácter y fundamentación
de certezas que provienen no de una abstracta ciencia axiomatizada,
sino del sentido común y que son expresadas no por el preciso
lenguaje perfecto de la ciencia sino por el lenguaje ordinario, del
cual aquél constituye, en último término, apenas
una provincia entre muchas otras. En Wittgenstein, incluso en su Tractatus
Logico-Philosophicus, hay una preocupación por lo indecible (que,
por cierto, sus lectores en el Círculo de Viena pasan por alto);
por aquello que, en el mejor de los casos, la filosofía puede
mostrar, pero no decir; por una esfera mística, más allá
de lo que se puede decir con claridad, en la cual se encontraría
lo que más importa para la vida de los seres humanos.
Aquí tenemos, entonces, al interior de la tradición analítica,
dos evaluaciones contrapuestas del encuentro de la filosofía
con la ciencia moderna, el tercer momento en su desarrollo histórico.
Una de ellas, encarnada en la concepción cientificista, aconseja
el sometimiento. La otra, encarnada en la concepción terapéutica,
recomienda la rebelión. La pugna entre ellas continuó
con sutiles e interesantes variantes y desacuerdos, en el desenvolvimiento
de la tradición analítica en filosofía. En la segunda
mitad del siglo XX, las filosofías de Carnap, A.J. Ayer y W.V.
Quine, entre otras, heredan, modifican y elaboran distintas versiones
de la concepción cientificista, mientras las de Austin, Ryle
y Strawson (la a veces llamada escuela de Oxford) hacen lo propio con
la concepción del sentido común y el lenguaje ordinario
que culmina, desde un punto de vista metafilosófico, con la concepción
de la "metafísica descriptiva" propuesta por el último
de ellos.
Dejando de lado los detalles, este ejemplo ilustra cuán distintas
eran las concepciones de la filosofía (con ambiciones, preguntas
y métodos distintos) que debatieron durante los dos primeros
períodos de la tradición analítica en filosofía.
Así, el peligro de sugerir que en la filosofía analítica
haya un grado de "unidad de método" no existe. Una
ventaja adicional de hablar de tradiciones filosóficas es que
permite tratar con el mismo respeto a las distintas maneras contemporáneas
de enseñar y practicar la filosofía, evitando clasificaciones
como aquella basada en el contraste entre una filosofía "anglo-americana"
y otra "continental", un reflejo imperfecto de los bandos
que se enfrentaron entre 1939 y 1945 en la serie de conflictos más
tarde bautizados como Segunda Guerra Mundial.
Vista de esta manera, en el siglo XX, la filosofía constituye
una familia de tradiciones filosóficas formada, en orden alfabético,
por la tradición analítica y las tradiciones existencialista,
fenomenológica, marxiana, pragmatista y tomista. Los parecidos
de familia entre ellas surgen, entonces, de su origen común (la
ruptura con "el mito" en la Grecia clásica); de una
metodología compartida (la argumentación racional); y
de poseer una estructura con un grado de complejidad análogo
(que, desde el punto de vista metafilosófico, contempla, por
lo menos, una distinción entre las concepciones, las instituciones
y las políticas de la filosofía).
Las separan diferencias que dicen relación con la rivalidad entre
las distintas instituciones de la filosofía que cada tradición
encarna "en el mundo real" así como entre las distintas
políticas de la filosofía asociadas con cada tradición
filosófica. Es en estos términos que es posible responder
a la pregunta que quedara pendiente al final de la tercera sección.
Antes de concluir con un gesto en la dirección del desarrollo
ulterior de la tradición analítica, vale la pena mencionar
un aspecto de su "auge", la expresión es de Glock,
que ejemplifica el componente política de la filosofía.
Porque el auge de la tradición analítica en el siglo XX
se debió también, en parte, a su atrincheramiento en las
universidades de los países occidentales que vencieron en la
Segunda Guerra Mundial. Entre la segunda y la tercera décadas
de dicho siglo, cuando en los grandes países del continente europeo
el fascismo (en sus versiones corporativista, existencial y racista)
desplazó al positivismo que imperara durante el siglo XIX, las
élites filosóficas que representaban a este último
se vieron obligadas a huir al exilio. Y fueron acogidas, precisamente,
en las universidades de "habla inglesa".
Fueron estos exiliados quienes llevaron la tradición analítica,
mayoritariamente en la variante ofrecida por la concepción cientificista,
al otro lado del Canal de la Mancha, a las de Gran Bretaña; del
otro lado del Atlántico, a las de Estados Unidos de América;
y, allende los mares, a las universidades de Australia y Nueva Zelanda.
Así, en lo que de manera retrospectiva podemos llamar sus dos
primeras generaciones, la tradición analítica se ocupó
principal aunque no exclusivamente de los problemas filosóficos
generados por la nueva lógica, la nueva matemática y la
ciencia natural, llegando algunos autores a hablar, en un eco kantiano,
de una "filosofía científica". Para algunos
de sus críticos, el interés de la tradición analítica
en la nueva lógica, la matemática y la ciencia moderna
merece ser descrito como obsesivo (por así decirlo, más
bien que un positivismo lógico, una suerte de terrorismo lógico).
Sin embargo, en primer lugar, resulta implausible creer que, de todas
las manifestaciones de lo humano, solo la lógica, la matemática
y la ciencia, al contrario del arte, el comercio, la política,
el derecho y la religión, por nombrar otras, pudieran carecer
de potencial filosófico.
Ciertamente, filósofos entre sí tan diferentes como Platón,
Aristóteles, Tomás de Aquino, Descartes y Kant rechazan
esa posición. Y, en segundo lugar, si la argumentación
racional es, como se ha sostenido aquí, un rasgo distintivo de
la filosofía, está fuera de lugar descalificar a la nueva
lógica. Finalmente, el interés de la tradición
analítica por la ciencia, como se sugirió en la cuarta
sección de este prólogo, recoge una preocupación
cuya historia ocupa, cada vez con mayor intensidad, la segunda mitad
del segundo milenio de la era cristiana.
En la segunda mitad del siglo XX, la tradición analítica
se extendió provechosamente a
múltiples otras áreas, tales como la ética y la
estética, así como a la filosofía del derecho,
la economía, la historia, la política, la psicología
e, incluso, al humor. Lo hizo preservando el énfasis en el rigor
argumentativo, la duradera herencia para la tradición analítica
de su íntima relación con la nueva lógica, y tomándose
en serio la valoración de la diversidad que caracterizó
a la concepción terapéutica. Hablar de "filosofía
analítica", entendiendo por ello la tradición analítica
en filosofía, tiene la ventaja final de no suponer que exista
en ella unidad temática alguna, como documentadamente demuestra
Filosofía Moderna: Una Introducción Sinóptica.
Aficionados, profesores y alumnos podrán comprobar que, en esta
obra, Roger Scruton ha diseñado una docta, estructurada y amena
posibilidad de familiarizarse con la disciplina en el vasto rango de
los autores, concepciones, problemas y métodos que encarnan el
estilo de la tradición analítica en la filosofía
contemporánea.
Para concluir, vale la pena destacar unas recomendaciones de Donald
Davidson, P.F. Strawson y John Searle acerca de cómo responder
a estudiantes de filosofía en América Latina cuando preguntan
por qué deben estudiar la tradición analítica.
Davidson aconseja revelarles que los miembros del Círculo de
Viena eran socialistas. Strawson recomienda insistir en que la práctica
de la filosofía analítica agudiza las capacidades críticas
de los ciudadanos, una condición necesaria para que una sociedad
democrática pueda aspirar al título de libre. Searle sugiere
relatarles la siguiente anécdota: blandiendo su bastón,
una anciana encaró a un joven profesor que, durante la Primera
Guerra Mundial, cruzaba el prado de su college cargado de libros y le
dijo: "Jovencito, ¿acaso usted no sabe que, en este mismo
instante, jóvenes como
usted mueren en el frente, defendiendo a nuestra civilización?".
Ante lo cual, impertérrito, el joven profesor respondió:
"Pero, mi querida señora, ¡si yo soy la civilización
que ellos defienden!".
M.E. Orellana Benado
Universidad de Valparaíso y Universidad de Chile
Introducción
Este libro tuvo su origen en una serie de conferencias, primero dictadas
en el Birkbeck College, Londres, y después en la Universidad
de Boston, Massachusetts. Amplié el material donde era necesario
y agregué una guía de estudio para compensar la falta
de referencias y notas a pie de página en el texto principal.
El objetivo es guiar lo más posible al lector lego en filosofía
en dirección a las fronteras del tema, sin empantanarse en las
fútiles controversias de la academia.
Yo rechazo la idea de que existen interrogantes filosóficas "centrales";
por lo tanto, el temario de este libro es más amplio del que
se estila en los textos introductorios. También tenga serias
reservas respecto a la utilidad de gran parte de lo que se considera
"investigación" en filosofía moderna; no obstante,
reconozco que el tema ha cambiado irreversiblemente a causa de Frege
y Wittgenstein, y para entenderlo, debe ser comprendido desde la perspectiva
más moderna.
No es en absoluto fácil transmitir esta perspectiva moderna en
un lenguaje que sea accesible al lector común; pero el hecho
de intentarlo es, creo yo, valioso y no sólo para el lego. El
estilo tecnocrático de la filosofía moderna y en
particular aquella que está surgiendo de las universidades angloamericanas
amenaza con anular todo interés en el tema y romper su conexión
con la educación humana. Sólo cuando los filósofos
puedan redescubrir la simplicidad y claridad de un Frege, un Russell
o un Wittgenstein, para expresar los problemas de la mente en el lenguaje
del corazón, realmente sabrán lo que están haciendo
en el ámbito de las ideas abstractas. Por lo tanto, parte de
mi motivación al preparar estas conferencias para su posterior
publicación ha sido redescubrir el tema, presentándolo
en el lenguaje que me parece más claro y natural.
Este libro empieza lentamente, desde preguntas específicas y
refiriéndose a textos muy conocidos. Sin embargo, a medida que
se desarrolla el argumento, exploro las líneas originales de
pensamiento, para presentar el tema no sólo como es, sino como,
en mi opinión, debiera ser. Por consiguiente, de vez en cuando
el material se tornará polémico; he tratado de indicar
donde es así, ya sea explícitamente o mediante un adecuado
cambio de estilo. Al lector no se le pide que esté de acuerdo
con mis afirmaciones más polémicas, sino sólo que
encuentre argumentos contra ellas.
Aristóteles observó que no se debiera imponer más
exactitud en un estudio que lo que permita el tema. Asimismo, no se
debiera luchar para brindar versiones simples de ideas inherentemente
difíciles. Lo mejor que el lector puede esperar es que las dificultades
son inherentes al tópico y no las genera el estilo del autor.
Sin embargo, cuanto el tema se vuelve verdaderamente técnico,
he tratado de esquivar la dificultad y doy suficiente idea de su naturaleza.
Espero que, al final de este libro, el lector curioso pueda encontrar
el camino a través de la mayor parte de los textos recientes
y de todos los clásicos de la filosofía.
Discutí los diversos borradores de esta obra con varios amigos
y colegas. Estoy particularmente agradecido a Robert Cohen, Andrea Christofidou,
Dorothy Edgington, Fiona Ellis, Sebastian Gardner y Anthony OHear,
cuyos consejos y críticas me ayudaron a evitar muchos errores
de pensamiento y presentación.
Editorial Cuatro Vientos
Casilla 131
Santiago 29
Chile
Fono: (562) 225 8381
Fax: (562) 3413107
E- mail: 4vientos@netline.cl
Sitio Web: www.cuatrovientos.net
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