Comentario de Elena Diez de la Cortina
M.
Asombroso, huidizo y tan absurdo como un día en la
vida de cualquier mortal, los trabajos de este ilustrador de
libros para niños, escritor y dibujante de historias
macabras lindan con una parca sinrazón, habitando espacios
que se hallan más allá del bien y del mal.
Nacido en Chicago el 25 de Febrero de 1925, Edward St. John
Gorey es tan indefinible como su obra, "ponzoñosa
y poética". Y en verdad es tarea ardua circunscribir
a este creador en alguna categoría: maestro de lo macabro,
surrealista del desatino, bufón luciferino con un sentido
del humor cortante y tan ambiguo como excéntrica su afición
juvenil de abandonar muñecas de trapo en el interior
de coches aparcados, acompañadas de enigmáticos
mensajes. Quizás por eso Gorey no se dejó atrapar
siquiera por su nombre, transformado de continuo en un sinfín
de anagramas, Ogdred Weary, Dogear Wryde o D. Awdrey-Gore, que
utilizaba en sus diferentes trabajos.
Pero si no podemos referirnos al autor mediante la definición,
quizás podamos hacerlo a través de las metáforas
que nos inspira Amphigorey, recopilación de libros escritos
e ilustrados por él entre 1956 y 1965, y que la editorial
Valdemar nos brinda en edición bilingüe, en la colección
Avatares.
De sintaxis labrada a punzón, enérgicas e incisivas,
las historias que nos narra Gorey son tan crudas como una res
despellejada: historias desafortunadas de niños que se
rompen el cuello contra la dureza de su destino ("Los pequeñines
macabros"); fábulas juguetonas y horripilantes ("El
dios insecto", "La niña desdichada", "El
desván del listado"), o historias esquivas, ambiguas
y totalmente absurdas ("El arpa sin encordar", "El
invitado incierto", "El ala oeste", "La
visita recordada") que no pretenden coronarse con ninguna
moralina. Su aversión a la afectación y la floritura
literaria contrasta, sin embargo, con la maestría de
sus ilustraciones, que oscilan entre una plástica ingenua
y matissiana ("El libro de los bichos", "El sofá
singular") y una técnica de rayado que nos recuerda
a los grabados de Goya.
La síntesis es prodigiosa: viñetas sorprendidas
a sí mismas, como miradas de reojo, en las que nos zambullimos
con la misma sensación que tendríamos si, repentinamente,
despertáramos de un sueño en una habitación
que no es la nuestra, habitada por extraños inquilinos
de hábitos insospechados. Nosotros sólo estamos
ahí de paso, despojados de antecedentes y consecuentes.
Volcados a lo inconsecuente.
Amphigorey. Un extraño objeto que, sin duda, adornará
vuestra perplejidad.
Elena Diez de la Cortina Montemayor
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