En 1886 se estableció como médico privado en Viena desarrollando
su teoría psicoanalítica. Titular de la Universidad de
Viena en 1902, Freud se rodeó de un reducido número de
alumnos y seguidores que luego se harían famosos por sus teorías
sobre el psicoanálisis: Otto Rank, Eugen Bleuler y Carl Jung.
La Escuela psicoanalítica internacional se fundó en 1910.
Huyendo de Austria que había sido ocupada por los nazis, murió
el 23 de septiembre de 1939 en Londres.
Entre sus obras destacan: Estudios sobre la histeria (1893),
La interpretación de los sueños (1900), Psicopatología
de la vida cotidiana (1904), Tótem y tabú (1913),
El malestar de la cultura (1930) e Introducción al
psicoanálisis (1933).
Como médico el interés de Freud se centró fundamentalmente
en conocer cómo el cuerpo podía ser afectado por la mente
creando enfermedades mentales, tales como la neurosis y la histeria
y en la posibilidad de encontrar una terapia para tales enfermedades.
Como filósofo Freud investigó la relación existente
entre el funcionamiento de la mente y ciertas estructuras básicas
de la cultura, por ejemplo, las creencias religiosas. La cuestión
fundamental consistía en dilucidar cómo se forma una conciencia
individual y cómo operan la cultura y la civilización.
Freud distingue dos principios fundamentales: el principio del placer
y el principio de realidad. El primero supone una búsqueda
de lo placentero y una huida del dolor, que nos impulsa a realizar aquello
que nos hace sentir bien. En contraposición a éste, el
principio de realidad subordina el placer al deber. La subordinación
del principio del placer al principio de realidad se lleva a cabo a
través de un proceso psíquico denominado sublimación,
en el que los deseos insatisfechos reconvierten su energía en
algo útil o productivo. Tomando como ejemplo el deseo sexual,
ya su práctica continua supondría el abandono de otras
actividades productivas (trabajo, arte, etc.), el hombre sublima sus
deseos y utiliza su energía para la realización de otras
acciones (deporte, literatura, juego). Sin la sublimación de
los deseos sexuales no existiría, según Freud, civilización.
No obstante, la sublimación no elimina los deseos sexuales. Éstos,
si quedan insatisfechos, se empaquetan o son reprimidos en un lugar
concreto de la mente llamado inconsciente, que es, por definición,
aquella parte de la mente inaccesible a nuestro pensamiento consciente
(o yo) que reúne todos los deseos y pulsiones reprimidos. Sin
embargo, existen caminos indirectos para acceder a los contenidos del
inconsciente, como por ejemplo los sueños, los actos
fallidos y las bromas.
Los sueños son satisfacciones simbólicas de deseos que
han sido reprimidos. Inaceptables para la mente consciente (ya sea por
la presión social y moral o por un sentimiento de culpa), algunos
deseos se manifiestan oníricamente, de un modo extraño
y absurdo que oculta su verdadero significado.
Los sueños utilizan principalmente dos mecanismos de ocultación:
la condensación, en la que imágenes o ideas dispares son
reunidas en una sola (correspondiéndose con la metáfora
en el lenguaje) y el desplazamiento, mediante el cual, el significado
de una imagen o símbolo es transferido a algo asociado con él
que desplaza a la imagen original (su correspondencia con el lenguaje
es la metonimia).
Los sueños pueden ser también interpretados a través
de la paráfrasis o actos fallidos. Éstos, lejos de ser
errores de la mente, revelan contenidos reprimidos del inconsciente
que afloran en forma de olvidos, deslices, etc. Las bromas también
son emergencias de deseos reprimidos. Por ello, el psicoanalista otorga
una gran importancia al lenguaje utilizado tanto por sus pacientes,
como el empleado culturalmente en determinadas épocas históricas,
de ahí que el psicoanálisis se haya relacionado íntimamente
con la crítica literaria.
Los contenidos del inconsciente son deseos sexuales (o agresivos) reprimidos
que Freud llamó pulsiones (triebe, mal traducidos por
"instintos"), originados en las primeras etapas del desarrollo
del niño y ligadas estrechamente a la nutrición infantil.
La sexualidad adulta es el resultado de un complejo proceso de desarrollo
que comienza en la infancia y que se desarrolla en distintas etapas
que dependen de su ligazón con distintas áreas corporales:
la etapa oral (boca), la anal (ano) y la genital o fálica (genitales).
En la etapa oral el niño no tiene conciencia de ser un individuo
separado de su madre o el mundo, lo que le lleva a tener deseos incestuosos.
Esto se supera en la segunda etapa, la anal, en la que hay una tendencia
a la extraversión, a sacar algo de sí mismo (heces) al
exterior. En la etapa genital, el niño experimenta impulsos autoeróticos
que soluciona mediante la masturbación, paso necesario para entrar
en la vida adulta.
El niño descrito por Freud es un perverso polimorfo,
que dirige sus deseos sexuales hacia cualquier objeto, desorganizadamente
(por carecer de identidad) y sin represión, lo que le hace carecer
de identidad sexual (género), identidad personal e incluso de
inconsciente. Después del polimorfismo, el niño entra
en un estado de latencia, donde sus deseos sexuales están aminorados
y apagados hasta su exuberante florecimiento en la pubertad, última
etapa del desarrollo sexual, en la que los deseos sexuales se dirigen
hacia objetivos "normales" según Freud, es decir, se
canalizan en encuentros heterosexuales, subordinados a la zona genital
y con un fin meramente reproductivo.
La tarea fundamental del psicoanálisis como terapia consiste
en curar todas aquellas perversiones sexuales originadas en la infancia,
entendiendo por perversión aquel comportamiento no ajustado al
modelo heterosexual, genital y reproductivo. La perversión implica
que los deseos de la líbido "inapropiados" o prohibidos
socialmente existen, aunque no se expresan (represión). La neurosis
es una versión negativa de la perversión, en ella los
deseos libidinosos reprimidos en el inconsciente son tan poderosos que
se ha de gastar demasiada energía para reprimirlos.
El psicoanálisis supone que la represión de los deseos
inconscientes puede causar ciertos trastornos mentales como la paranoia,
la histeria, la obsesión-compulsión y otros desórdenes.
En el desarrollo sexual, es esencial el complejo de Edipo, que termina
en la fase fálica, y en la que el niño ha de establecer
por vez primera un vínculo afectivo con su progenitor de sexo
opuesto (el padre), que es considerado un rival frente a la madre. El
niño siente hacia ella un deseo incestuoso que tiene que reprimir
por miedo a la agresión paterna y a la castración, temor
que le lleva a construir el superego (superyó),
una instancia encargada de controlar al consciente (yo) según
las pautas morales impuestas por los padres.
El complejo de Edipo conlleva la aceptación del
principio de realidad y la subordinación del principio del placer.
El desajuste entre las demandas del consciente, el inconsciente y las
exigencias del superego puede convertirse en conflictos denominados
fijaciones y complejos, que pueden llevar a que el adulto sufra regresiones
o modos de satisfacción sexual infantiles. La mente consciente,
imposibilitada para funcionar normalmente perderá su control
y desarrollará neurosis como modos de expresar dicha tensión.
Freud no pudo explicar cómo se desarrollaba el superego en las
niñas, debido a que naturalmente éstas no pueden ser castradas.
Sus prejuicios sociales le llevaron a elaborar una teoría, llamada
complejo de Electra, en la que la vinculación
de la niña con sus progenitores se establece en relación
a una envidia del pene "ausente" en ella. La mujer es un ser
deficiente, castrado, por lo que, según Freud, nunca podrá
desarrollar un superego fuerte, lo que justifica su debilidad moral
y su mayor tendencia al sentimentalismo.
La explicación del escaso papel social de la mujer a lo largo
de la historia encuentra su respaldo en una base natural, científica,
que constituye un factum del desarrollo humano. Definidas por Freud
como el continente oscuro, las mujeres están condenadas al ámbito
de lo privado, donde cohabitarán con hombres que representarán
simbólicamente al padre que no pudieron conquistar. La crítica
feminista sobre las ideas de género de Freud será, en
este sentido, implacable.
Elena Diez de la Cortina Montemayor